La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.
El Llano enloquece y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas, y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del ”cacho”, en la bellaquería del ”pasaje”, en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: ”primero mi caballo”. ¡La llanura siempre!
Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad.
-¡Alivántense, muchachos! Que ya viene la aurora con los lebrunos del día.
Es la voz de Pajaróte, que siempre amanece de buen humor, y son los lebrunos del día -metáfora ingenua de ganadero-poeta- las redondas nubéculas que el alba va coloreando en el horizonte, tras la ceja obscura de una mata.
Ya en la cocina, un mecho de sebo pendiente del techo alumbra, entre las paredes cubiertas de hollín, la colada del café, y uno a uno van acercándose a la puerta los peones madrugadores. Casilda les sirve la aromática infusión, y, entre sorbo y sorbo, ellos hablan de las faenas del día. Todos parecen muy esperanzados; menos Carmelito, que ya tiene ensillado el caballo para marcharse. Antonio dice:
-Lo primero que hay que hacer es jinetear el potro alazano tostado, porque el doctor necesita una bestia buena para su silla y ese mostrenco es de los mejores.
-¡Que si es bueno! -apoya Venancio, el amansador.
Y Pajaróte agrega:
-Como que el don Balbino, que de eso sí sabe y no se le puede quitar, ya lo tenía visteado para cogérselo.
Mientras Carmelito, para sus adentros:
-Lástima de bestia, hecha para llevar más hombre encima.
Y cuando los peones se dirigieron a la corraleja donde estaba el potro, detuvo a Antonio y le dijo:
-Siento tener que participarte que yo he decidido no continuar en Altamira. No me preguntes por qué.
No te lo pregunto, porque ya sé lo que te pasa.
Carmelito -replicó Antonio-. Ni tampoco te pido que no te vayas, aunque contigo contaba, más que con ningún otro; pero sí te voy a hacer una exigencia. Aguárdate un poco. Un par de días no más, mientras yo me acomodo a la falta que me vas a hacer.
Y Carmelito, comprendiendo que Antonio le pedía aquel plazo con la esperanza de verlo rectificar el concepto que se había formado del amo, accedió:
-Bueno. Voy a complacerte. Por ser cosa tuya, me quedo hasta que te acomodes, como dices. Aunque hay cosas que no tienen acomodo en esta tierra.
Avanza el rápido amanecer llanero. Comienza a moverse sobre la sabana la fresca brisa matinal, que huele a mastranto y a ganados. Empiezan a bajar las gallinas de las ramas del totumo y del merecure; el talisayo insaciable les arrastra el manto de oro del ala ahuecada y una a una las hace esponjarse de amor. Silban las perdices entre los pastos. En el paloapique, de la majada una paraulata rompe su trino de plata. Pasan los voraces pericos, en bulliciosas bandadas; más arriba, la algarabía de los bandos de güiriríes, los rojos rosarios de coroceras; más arriba todavía, las garzas blancas, serenas y silenciosas. Y bajo la salvaje algarabía de las aves que doran sus alas en la tierna luz del amanecer, sobre la ancha tierra por donde ya se dispersan los rebaños bravios y galopan las yeguadas cerriles saludando al día con el clarín del relincho, palpita con un ritmo amplio y poderoso la vida libre y recia de la llanura. Santos Luzardo contempla el espectáculo el corredor de la casa y siente que en lo íntimo de su ser olvidados sentimientos se le ponen al acorde de aquel bárbaro ritmo.
El Llano enloquece y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas, y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del ”cacho”, en la bellaquería del ”pasaje”, en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: ”primero mi caballo”. ¡La llanura siempre!
Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad.
-¡Alivántense, muchachos! Que ya viene la aurora con los lebrunos del día.
Es la voz de Pajaróte, que siempre amanece de buen humor, y son los lebrunos del día -metáfora ingenua de ganadero-poeta- las redondas nubéculas que el alba va coloreando en el horizonte, tras la ceja obscura de una mata.
Ya en la cocina, un mecho de sebo pendiente del techo alumbra, entre las paredes cubiertas de hollín, la colada del café, y uno a uno van acercándose a la puerta los peones madrugadores. Casilda les sirve la aromática infusión, y, entre sorbo y sorbo, ellos hablan de las faenas del día. Todos parecen muy esperanzados; menos Carmelito, que ya tiene ensillado el caballo para marcharse. Antonio dice:
-Lo primero que hay que hacer es jinetear el potro alazano tostado, porque el doctor necesita una bestia buena para su silla y ese mostrenco es de los mejores.
-¡Que si es bueno! -apoya Venancio, el amansador.
Y Pajaróte agrega:
-Como que el don Balbino, que de eso sí sabe y no se le puede quitar, ya lo tenía visteado para cogérselo.
Mientras Carmelito, para sus adentros:
-Lástima de bestia, hecha para llevar más hombre encima.
Y cuando los peones se dirigieron a la corraleja donde estaba el potro, detuvo a Antonio y le dijo:
-Siento tener que participarte que yo he decidido no continuar en Altamira. No me preguntes por qué.
No te lo pregunto, porque ya sé lo que te pasa.
Carmelito -replicó Antonio-. Ni tampoco te pido que no te vayas, aunque contigo contaba, más que con ningún otro; pero sí te voy a hacer una exigencia. Aguárdate un poco. Un par de días no más, mientras yo me acomodo a la falta que me vas a hacer.
Y Carmelito, comprendiendo que Antonio le pedía aquel plazo con la esperanza de verlo rectificar el concepto que se había formado del amo, accedió:
-Bueno. Voy a complacerte. Por ser cosa tuya, me quedo hasta que te acomodes, como dices. Aunque hay cosas que no tienen acomodo en esta tierra.
Avanza el rápido amanecer llanero. Comienza a moverse sobre la sabana la fresca brisa matinal, que huele a mastranto y a ganados. Empiezan a bajar las gallinas de las ramas del totumo y del merecure; el talisayo insaciable les arrastra el manto de oro del ala ahuecada y una a una las hace esponjarse de amor. Silban las perdices entre los pastos. En el paloapique, de la majada una paraulata rompe su trino de plata. Pasan los voraces pericos, en bulliciosas bandadas; más arriba, la algarabía de los bandos de güiriríes, los rojos rosarios de coroceras; más arriba todavía, las garzas blancas, serenas y silenciosas. Y bajo la salvaje algarabía de las aves que doran sus alas en la tierna luz del amanecer, sobre la ancha tierra por donde ya se dispersan los rebaños bravios y galopan las yeguadas cerriles saludando al día con el clarín del relincho, palpita con un ritmo amplio y poderoso la vida libre y recia de la llanura. Santos Luzardo contempla el espectáculo el corredor de la casa y siente que en lo íntimo de su ser olvidados sentimientos se le ponen al acorde de aquel bárbaro ritmo.
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