“Era lunes; el joven empleado llegaba al escritorio con una hora de retraso. Sus compañeros apenas levantaron la vista de los papeles cuando él entró, como si temieran hacerse cómplices con un gesto o una palabra de esta falta inaudita de puntualidad. Fermín miró con inquietud el vasto salón del escritorio y se fijó después en un despacho contiguo, donde, en medio de la soledad, alzábase majestuoso un buerau de lustrosa madera americana. El “amo” no había llegado aún. Y el joven, más tranquilo ya, sentase ante su mesa y comenzó a clasificar los papeles, ordenando el trabajo del día.”
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