“Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus acueductos ruinosos, y sus colinas que la graciosa ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por una vieja calzada: Las mulas del tiro sacudían pesadamente las colleras, y el galope alegre y desigual de los cascabeles despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos, su sombra venerable. La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis ojos, fatigados de mirar en la noche, se cerraban con sueño. Al fin quedéme dormido, y no desperté hasta cerca del amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé a oír el canto de madruguemos gallos, y el murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.”
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