“Caminaba lento, con las manos en los bolsillos del pantalón. Tal vez porque así sus manos sentían el calor de sus piernas a través de los agujeros de la tela y podía apreciar que aún estaba vivo. Las solapas de la chaqueta vueltas hacia el centro del pecho, más por el frío que por vergüenza de no llevar camisa. En la cabeza, una gorra, grande, enorme. No recordaba la primera vez que le habían puesto aquella gorra. Hacía muchos años, cuando niño. Tal vez por aquello que se dice siempre de “Es mejor grande, por si crece”. Pero la cabeza no le había crecido como para tanta gorra. Caminaba lento, con la vista baja para evitar tropezones. De vez en cuando venía la tragedia. La gorra, por grande, se le colaba hasta las orejas, y entonces se veía en la necesidad de sacar las manos de los bolsillos para empujar la gorra. No tenía mucho donde elegir: las manos de los bolsillos o dejarse los dientes en las baldosas.”
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