" Habría bastado con que me detuviese allí. Con que escribiese un libro blanco, un grimoire bueno, para todos los adeptos de Isis Desvelada, donde explicara que no debían seguir buscando el secretum secretorum, que la lectura de la vida no ocultaba ningún sentido escondido, y que todo estaba allí, en las barrigas de todas las Lias del mundo, en las habitaciones de las clínicas, en los jergones, en las orillas pedregosas de los ríos, y que las piedras que vienen del cielo y el Santo Grial no son más que unos monitos que gritan mientras les cuelga el cordón umbilical y el doctor les da unas palmadas en el trasero. "
–La Tour Eiffel –nos dijo a la mañana siguiente–. ¿Cómo puede ser que no hayamos
pensado en ella? El megalito de metal, el menhir de los últimos celtas, la aguja hueca
más alta que todas las agujas góticas. Pero, ¿acaso París necesitaba este monumento
inútil? Es la sonda celeste, la antena que recoge datos de todos los clavijeros herméticos
clavados en la costra del globo, de las estatuas de la Isla de Pascua, de Machu Picchu,
de la Libertad de Bedloe’s Island, ya soñada por Lafayette, del obelisco de Luxor, de la
torre más alta de Tomar, del Coloso de Rodas, que sigue transmitiendo desde las
profundidades del puerto donde ya nadie es capaz de encontrarlo, de los templos de la
jungla brahmánica, de las torrecillas de la Gran Muralla, de la cima de Ayers Rock, de las
agujas de Estrasburgo, con las que se extasiaba el iniciado Goethe, de los rostros de
Mount Rushmore, cuántas cosas había comprendido el iniciado Hitchkock, de la antena
del Empire State, ya me dirán ustedes a qué imperio se refiere esta creación de iniciados
americanos, si no es al imperio de Rodolfo de Praga. La Tour capta datos del subsuelo y
los confronta con los que recibe del espacio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario