13/9/10

El Descubridor del Mar del Sur

A sus oídos llegó un rumor como el que levantaría una poderosa conversación de pájaros. Luego percibió un resplandor azul detrás del cerro.
Vasco Núñez de Balboa detuvo la marcha de su tropa. Desmontó y lentamente levantó la cabeza en dirección de la cima erizada de arbustos espinosos. Desde allí tendría la fortuna de ver las aguas del nuevo mar. Él sería el primero en vislumbrarlo y reclamaría la gloria de su descubrimiento.
Ese sueño había estado navegando tercamente en su ánima desde el día en que un indio le habló de un océano tan grande como el mundo, que estaba en algún lejano lugar del occidente, detrás de las montañas.
Vasco Núñez, ante esa noticia, sintió en su corazón de tahúr que un as de oros había llegado a su mano y se dispuso a jugarlo de la mejor manera posible, con el fin de ganarle esa partida al destino.
El juego había sido largo, sangriento y azaroso. En una ocasión, una india con figura de sota de copas estuvo a punto de matarlo al ofrecerle una vasija con licor emponzoñado, y no podía olvidar el abrazo de la gigantesca boa que, como un sinuoso as de bastos, intentó estrangularlo.
– ¿Lo acompaño? – preguntó con ansiedad el clérigo Andrés de Vera.
– No. Todos ustedes esperan en este lugar. Me pertenece el derecho de que mis ojos sean los primeros en ver el mar del Sur y descubrirlo.
El perro Leoncico lanzó un gruñido sordo y Vasco Núñez de Balboa sonrió al comprobar que su bestia lo estaba respaldando.
El enorme animal se colocó frente a la tropa y se echó en el suelo. Leoncico era uno de los más despiadados combatientes españoles. Un escribano puntilloso que los acompañaba y que tenía la manía de contabilizarlo todo, ya había perdido la cuenta de los indios caídos bajo sus dentelladas. El animal crecía todos los días en astucia y en fiereza. Sus dientes habían adquirido un ominoso color rojo. Sus fauces abiertas mostraban dos amenazantes hileras de rubíes afilados.
– Cristóbal Colón descubrió una nueva tierra. Yo voy a descubrir un nuevo mar. Ojalá un hijo mío descubra un nuevo cielo – dijo Núñez de Balboa al emprender el ascenso.
Los miembros de su tropa permanecieron inmóviles. El viento sopló con fuerza y trajo agridulces perfumes de la selva.
– Huele a mujer pichona – susurró un soldado.
– Huele a presentimientos – musitó otro.
– No. Lo que olfateamos es el rico sudor del oro – dijo el clérigo.
Andrés de Vera, alto y flaco, tenía la sotana arremangada y sujeta a la cintura con un bejuco de agua. Completaba su atuendo un casco de fierro, botas altas y un gran crucifijo de acero que pendía de su cadera como una espada. Cayó de rodillas y cuando los demás lo imitaron, comenzó a rezar en voz alta. Fervorosamente sostenía en sus manos un rosario hecho con pepas de oro, perlas, y zafiros blancos.
Sobre el horizonte surgió una bandada de aves. Daba la impresión de que no volaba sino que caminaba sobre el aire con sus anchas patas en forma de platos. Los pájaros se alejaron prontamente caminando sobre los altos cielos de la selva.
Núñez de Balboa apuró el ritmo de su trepada. Todas sus pasadas fatigas se transmutaron en un ansia acezante que le llenaba la boca con un sabor a frutas de polvo. Se le dulcificaron también los recuerdos de los pantanos, los insectos, las víboras y los bosques tan altos y tupidos que caminar por ellos era hacerlo a través de una noche oscura. En esas ocasiones los indios guías repartían ramas de árboles fosforescentes que los hombres se colocaban a manera de lámparas en el pecho. Al marchar cortando la noche tenebrosa de esas selvas apretadas, parecía que cada hombre había cazado una estrella. Rememoró de manera lejana los combates en los que los indios habían caído bajo el fuego de los arcabuces, el filo de los aceros y la ferocidad de los perros. Sin poderlo evitar, le llegó, también, el retrato memorioso de la hermosa india Mincha.
Vasco Núñez de Balboa estaba muy cerca de la cima del cerro y su cuerpo se sacudió con una alegría y una exaltación nunca antes experimentadas. El legendario y maravilloso mar del Sur estaba, por fin, a su alcance. Nada ni nadie le quitaría la gracia de ser la primera criatura venida del viejo mundo que lo acercaría por primera vez a los ojos.
Se detuvo un instante y vislumbró a sus hombres, que inmóviles, lo esperaban abajo, al pie de la colina.
De repente, una sombra pasó por su lado. El perro Leoncico, como una exhalación, llegó a la cima y contempló la inacabable llanura de agua del nuevo mar. Miró a su amo de manera desdeñosa y aulló largamente. Abajo, la tropa se estremeció porque por primera vez había oído el esotérico canto de los perros.
Vasco Núñez de Balboa, presa la ira, la frustración y los celos, desenvainó su espada para darle un golpe, pero lo detuvo el hecho de pensar que no podía matar impunemente al verdadero descubridor del mar del Sur.
Jairo Aníbal Niño

No hay comentarios: